A Carmen la vida se le había convertido en una carga. El trabajo le pesaba cada vez más y el nuevo jefe era cada vez más exigente y quisquilloso. Además, por si fuera poco el tema de buscar el colegio de los niños le había dejado agotada. Y al llegar a casa... Jaime, cada vez más distante y lejano, con el que tenía la sensación de ir en dos barcos que habían tomado derrotas diferentes. No es que discutieran, no. ¡Si casi no hablaban! Era más bien una sensación de tedio, de profundo aburrimiento que la iba rodeando, envolvente como una bruma pertinaz.
Cuando salió del trabajo, enfiló la calle con ansias de respirar aire fresco. Fue entonces cuando le pareció notar un picorcillo leve, apenas un cosquilleo, en el hombro derecho. Se rascó. "Que gusto!", pensó. El leve prurito cedió, dejandole una sensación de cierta placidez, como de alivio.
En los días que siguieron, Carmen descargaba su tensión acumulada rascándose el hombro. Se inició como un juego inocente, pero cada vez que se sentía nerviosa o estresada se rascaba. Siempre en el mismo sitio. Era ya como un tic, como un movimiento instintivo, que no podía evitar. Un placer casi erótico, salvando las distancias. Y es que hacía tanto tiempo que no tenía un sexo satisfactorio que casi que confundía ambas sensaciones.
Primero comenzó por una zona oscura. En donde rascaba, era como si estuviera más morena. Una zona difusa, mal delimitada. Luego la piel se comenzó a abultar. Picaba. cada vez picaba más. Ahora me pica más que antes. Antes me rascaba cuando el jefe me decía algo, o cuando pensaba en Jaime. ¿Como voy a solucionar lo de Jaime, Dios mío?
Las noches se hacían largas. Tenía frecuentes pesadillas y se despertaba sobresaltada. Y ¿que haces a las cuatro de la mañana?. Mientras Jaime roncaba, girado para el otro lado, Carmen se sentía sola, muy sola. Y rascaba. Cada vez se rascaba más. Y el picor, intenso, ahora era casi como si quemara, no la dejaba vivir.
La placa del brazo fue tomando cada vez más grosor y era cada vez más oscura. Carmen se empezó a asustar. ¿Tendría algo malo? Por la tele hablaban mucho del cáncer de piel y que las manchas oscuras eran peligrosas. ¡Solamente faltaba eso! Sus noches eran ya un auténtico calvario.
Hasta que decidió llamar al dermatólogo. El médico, que era muy amable, le propuso un tratamiento. Pero sobre todo, la tranquilizó y le dijo que no era nada malo. Era una liquenificación, una lesión autoproducida por rascado repetido. El auténtico problema estaba en su mente, en que se rascaba como una liberación, como una manera de autosatisfacerse o - tal vez - de autoagredirse. Porque sí, el rascado puede ser - a la vez - consuelo y tortura. Y no siempre es sencillo dejar de hacerlo.
Cuando salió del trabajo, enfiló la calle con ansias de respirar aire fresco. Fue entonces cuando le pareció notar un picorcillo leve, apenas un cosquilleo, en el hombro derecho. Se rascó. "Que gusto!", pensó. El leve prurito cedió, dejandole una sensación de cierta placidez, como de alivio.
En los días que siguieron, Carmen descargaba su tensión acumulada rascándose el hombro. Se inició como un juego inocente, pero cada vez que se sentía nerviosa o estresada se rascaba. Siempre en el mismo sitio. Era ya como un tic, como un movimiento instintivo, que no podía evitar. Un placer casi erótico, salvando las distancias. Y es que hacía tanto tiempo que no tenía un sexo satisfactorio que casi que confundía ambas sensaciones.
Primero comenzó por una zona oscura. En donde rascaba, era como si estuviera más morena. Una zona difusa, mal delimitada. Luego la piel se comenzó a abultar. Picaba. cada vez picaba más. Ahora me pica más que antes. Antes me rascaba cuando el jefe me decía algo, o cuando pensaba en Jaime. ¿Como voy a solucionar lo de Jaime, Dios mío?
Las noches se hacían largas. Tenía frecuentes pesadillas y se despertaba sobresaltada. Y ¿que haces a las cuatro de la mañana?. Mientras Jaime roncaba, girado para el otro lado, Carmen se sentía sola, muy sola. Y rascaba. Cada vez se rascaba más. Y el picor, intenso, ahora era casi como si quemara, no la dejaba vivir.
La placa del brazo fue tomando cada vez más grosor y era cada vez más oscura. Carmen se empezó a asustar. ¿Tendría algo malo? Por la tele hablaban mucho del cáncer de piel y que las manchas oscuras eran peligrosas. ¡Solamente faltaba eso! Sus noches eran ya un auténtico calvario.
Hasta que decidió llamar al dermatólogo. El médico, que era muy amable, le propuso un tratamiento. Pero sobre todo, la tranquilizó y le dijo que no era nada malo. Era una liquenificación, una lesión autoproducida por rascado repetido. El auténtico problema estaba en su mente, en que se rascaba como una liberación, como una manera de autosatisfacerse o - tal vez - de autoagredirse. Porque sí, el rascado puede ser - a la vez - consuelo y tortura. Y no siempre es sencillo dejar de hacerlo.
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