Un museo puede interpretarse de muchas maneras. A la visión artística, histórica o antropológica, un dermatólogo puede aportar nuevos enfoques sobre patología, cosméticos, terapéutica, simbolismos, usos u otros aspectos de interés.
José de Ribera. El escultor ciego o Alegoría del tacto.
José de Ribera (1591-1652)
El escultor ciego o Alegoría del tacto (1632)
Óleo sobre lienzo 98 x 125 cm Museo del Prado, Madrid
El personaje representado en esta obra aparece de más de medio cuerpo, vestido oscuro y fondo oscuro. Es un escenario habitual en la pintura barroca, el claroscuro, que confiere a la obra un gran dramatismo. En este cuadro además, las tinieblas que se apoderan de la mayor parte de la composición nos recuerdan la falta de visión, la ceguera, que da nombre al cuadro: El escultor ciego. El personaje, en efecto, con la mirada perdida, está palpando una escultura clásica, presumiblemente una cabeza de Apolo. Aparece concentrado en su labor, como si quisiera captar los más mínimos detalles de esa cabeza marmórea. Se supone que Ribera quiso hacer una alegoría del sentido del tacto, ya que la representación de los sentidos era muy usual en aquel tiempo y era un tema que interesaba bastante al Españoleto.
Durante el s. XVIII este cuadro se consideraba un retrato del escultor Giovanni Gomelli de Gambazzo, cosa muy difícil si tenemos en cuenta que en el momento en el que se pintó la obra Giovanni no había cumplido todavía los treinta años.
Según otras interpretaciones, representaría al filósofo Carneades, quien después de quedar ciego, aún pudo reconocer por el tacto un busto del dios Pan. Es probable que Ribera quisiera representar el sentido del tacto y ante la dificultad inherente a este tema, tomara como soporte narrativo la historia del filósofo. La representación de los sentidos era un motivo habitual en la época y asociar filósofos a estas alegorías era un recurso muy habitual en la época. Otro filósofo: Demócrito, de Ribera:
Estatua del rey Alfonso X el Sabio. Biblioteca Nacional, Madrid.
Josep Alcoverro Amorós (1835 -1908) Alfonso X el Sabio (1221 -1284)
Estatua de piedra (1892) Escaleras de la Biblioteca Nacional. Madrid.
El rey Alfonso X de Castilla fue un intelectual de gran influencia en su tiempo. Su madre, Beatriz de Suabia, había sido educada esmeradamente en la corte de su tío Federico II de Sicilia, una de las cortes europeas de mayor nivel cultural y le transmitió el gusto por las Humanidades. En la formación de Alfonso tuvieron un papel destacado algunos profesores árabes que le enseñaron filosofía y teología coránica. Cuando llegó al trono, Alfonso se rodeó de poetas, trovadores e intelectuales, lo que le valió el apelativo de "El Sabio". En su corte, se mezcló la corriente humanista tradicional con la aristotélica, que llegaba gracias a las traducciones de Averroes, lo que produjo un gran interés por las obras científicas y su auténtica novedad en las cortes europeas.
Alfonso X dictando "Las Siete Partidas" a un escribiente de la corte.
Alfonso X compuso (o por lo menos inspiró y retocó) las Cantigas, composiciones poéticas en gallego (la lengua de cultura en la corte castellana en aquel tiempo), en las que puede seguirse la vida cotidiana del s. XIII y la propia ideología del rey, ensalzando el culto mariano a través de milagros y prodigios. Alfonso también compuso poemas profanos, muchos de ellos de contenido erótico o burlesco.
Miniatura representando a Alfonso X en su trono. Las imágenes de la época muestran una imagen del rey idealizada, sin reflejar su patología en ningún caso.
Aunque no puede hablarse todavía propiamente de Escuela de Traductores, el rey mantuvo dos scriptorium, uno en Toledo y otro en Sevilla, donde un conocedor del árabe (generalmente musulmán, mozárabe o judío) pasaba las obras al castellano y posteriormente, un clérigo las traducía al latín. Parece ser que estas obras eran supervisadas y corregidas por el propio rey. Así se compilaron los catorce "Libros del Saber" que reunía un contenido científico de cuestiones de física, química o biología.
Sello real de Alfonso X.
La actuación política del rey sabio fue mucho más controvertida. Al parecer, el rey era bastante ingenuo y se fiaba de los consejos de cualquiera, lo que le acarreó graves y repetidos problemas. Alfonso se enfrentó a su esposa Violante de Aragón (hija de Jaime I) y a su hijo Sancho, ya que él defendía los derechos de los hijos de su primogénito Fernando de la Cerda. Esas luchas familiares amargaron los últimos años de su reinado.
El rey Alfonso X estuvo profundamente marcado por una enfermedad. Sufría una enfermedad maxilar que deformó notablemente su cara. Probablemente se trataba de un carcinoma epidermoide, un tumor maxilofacial, un carcinoma adenoide quístico o tal vez un linfoma, que formaba una masa vegetante en su mejilla y hacía protruír el ojo.
El tumor cursaba con recrudecimientos periódicos de su sintomatología. Le causaba vivos dolores de cabeza y en ocasiones parecía que el ojo iba a salirse de la órbita. El Dr. Vicente M. Leis Dosil, lector habitual de este blog y a quien quiero agradecer su colaboración, opina que estas crisis de dolor lancinante se explicarían por la invasión perineural. Según la autorizada opinión de mi buen amigo el cirujano maxilofacial J.M. Trull, otro de los seguidores del blog, el hecho de ser un tumor tan doloroso sugeriría un posible carcinoma adenoide quístico de glándula salivar menor del paladar a la cara. Durante estos episodios de dolor paroxístico el rey se encolerizaba con facilidad con explosivos ataques de ira.
Según el Prof. Salvador Martínez, de Nueva York, y autor de una documentada biografía, el rey era
"muy ingenuo, extremadamente educado y muy inteligente, pero en las relaciones humanas la ingenuidad le gastaba malas pasadas. Los arranques provocados por su enfermedad le provocaron enfrentamientos graves con sus hermanos Fadrique, al que mandó matar, y con Enrique, al que quería, pero al que condenó a muerte"
Tal condena sorprende en un rey que se distinguió por su humanismo y esmerada educación.
El rey Alfonso X enfermo en Vitoria. Ilustración de las Cantigas de Santa María.
Su hijo Sancho, que era su rival político y que se había levantado en armas contra él, no dudaba en acusarle de "loco y leproso". No encontramos ningún síntoma que haga pensar que el rey estaba afecto de lepra. Aunque es cierto que bajo el nombre de lepra se agrupaban entonces múltiples enfermedades, esta afirmación nos parece más bien una calumnia malintencionada, urdida con fines políticos. Tales acusaciones, tanto la locura como la pretendida lepra, no tenian fundamento real, pero estaban dirigidas a menoscabar la popularidad del rey y a erosionar su imagen. En aquel tiempo, tanto los locos como los leprosos eran marginados y rechazados para toda función pública. Sancho se cuidó de divulgar este infundio en un intento de forzar la abdicación del monarca a su favor.
Tumba de Alfonso X en Murcia.
El rey Alfonso tuvo otras enfermedades. Sabemos que durante su estancia en Vitoria (del verano de 1276 a la primavera de 1277) cayó gravemente enfermo. El rey sólo se curó cuando pusieron sobre su pecho el primer volumen de las Cantigas de Sta. María, que había compuesto él mismo. Su fe en la Virgen consiguió la curación milagrosa del monarca. Tras la muerte de Alfonso X, su hijo Sancho y su nuera María de Molina implantaron en la corte castellana un modelo cultural diferente del que el Rey Sabio había defendido, renunciando a la intelectualidad y al internacionalismo y regresando a los usos tradicionales en las cortes europeas de su época. La obra científica de Alfonso, y su interés por la astronomía le valieron que uno de los cráteres lunares se conozca con el nombre de Alphonsus (inicialmente Alphonsus Rex, 1651) Cantiga 235. Como gradecer ben-feito (Relata la curación del propio rey cuando se encontraba enfermo):
Respaldo del trono real de Tutankhamon. La reina aplica un ungüento perfumado sobre el hombro del faraón. Museo Egipcio, El Cairo.
Trono de Tutankhamon (1327 a.n.e. circa) Oro, madera, plata, con pasta vítrea. 102 cm. Museo Egipcio. El Cairo.
Los egipcios se lavaban frecuentemente. La práctica del baño era habitual, cosa lógica en un país con altas temperaturas en gran parte del año y con abundancia de agua dulce suministrada por el Nilo. El baño era seguido por la aplicación de ungüentos y aceites perfumados, que evitaban el resecamiento cutáneo. Esta práctica no era privativa de las clases altas, sino que también era frecuente entre artesanos, labradores e incluso esclavos. Un testimonio de esto lo tenemos en el trono de oro del faraón Tutankhamon, en el que puede verse a la reina extendiendo un ungüento sobre el brazo del soberano. Una escena similar se encuentra en el armario de vasos canópicos de la tumba del mismo rey. En este mismo armario, en otro bajorrelieve, es el faraón quien vierte un vaso de aceite perfumado sobre la mano de la reina Ajsenamon.
Efectivamente era el aceite y no el alcohol el excipiente del perfume, por lo que el uso de aceites perfumados tenía la doble misión de perfumar y restaurar el manto ácido de la piel.
Muchas representaciones artísticas nos permiten reconstruir los usos cosméticos de la época: en los banquetes, por ejemplo, las damas ponían sobre su tocado una pequeña corona de cera llena de aceite perfumado. En el curso del banquete, el calor del cuerpo llegaba a fundir la cera por lo que el contenido se derramaba empapando los cabellos y la piel del cuello. Las esclavas, que también llevaban un artilugio similar, se encargaban luego de extender el ungüento durante la fiesta. Los músicos y las bailarinas también llevaban un cerato parecido, por lo que todo el ambiente se llenaba de suave fragancia.
Los desodorantes se confeccionaban con o mezclas de incienso y puerros, terebinto, dátiles y mirra. Tales composiciones eran envueltas en pequeños rollos. (Ebers, 708-711).
Las mujeres se afeitaban el cuerpo con navajas de bronce y usaban pinzas para depilarse. Una prescripción de depilatorio incluía huesos hervidos y triturados de pájaro, con excrementos de mosca, sicomoro, aceite, jugos vegetales, goma y pepino (Hearst, 155).
Escena de banquete. Tres damas son atendidas por una sirvienta. Llevan conos de perfume sobre sus pelucas. Una dama le da a oler a otra un fruto de mandrágora. Tumba de Najt, Tebas.
Del extraordinario auge que tuvieron en Egipto los cosméticos es fiel testimonio los frascos y recipientes de perfumes hallados en las tumbas reales. Algunos de ellos con formas muy curiosas, como figurillas de íbice o de barcos, o representaciones de esclavos o diosecillos. Algún recipiente, como el de la leona, hallado en la tumba de Tutankhamon, todavía contenía en su interior ungüentos y perfumes en cuya composición se han podido identificar hasta siete clases de aceites vegetales y una grasa de procedencia animal. También se han encontrado múltiples cosméticos en tumbas no reales, como en el caso de Merit, la esposa del arquitecto Ka, en cuyo ajuar figuraba una completa caja con cosméticos, que se conserva en el Museo Egipcio de Turín.
Caja de maquillajes y cosméticos de Merit, esposa de Ka. Abajo, parte de su contenido. Museo Egipcio, Turín.
Capítulo
aparte merecen los cosméticos de adorno. Para pintar los ojos se usaba la
malaquita verde, udju, procedente del
Sinaí, y que se usa desde la época predinástica hasta la dinastía XIX. Más
tardío es el uso de galena triturada, mesdemet,
y el antimonio, elementos usados para elaborar el kohol que se empleaba para pintar los ojos y protegerse de las
oftalmias, a causa de su efecto antiséptico. También actuaba como filtro solar
de tipo físico.
Mujer con un ungüentario en su mano
Las mujeres egipcias solían pintarse los labios, valiéndose de un pincel, como puede verse en el papiro erótico de Turín. También usaban maquillajes, tal como puede verse en un relieve del Imperio Medio. Se supone que para esta finalidad usaban óxido rojo de hierro. Una jarra de cosméticos del tiempo del Imperio Medio contenía un 26.8% de óxido de hierro (hematite) en una base de aceite vegetal y resina de goma.
Ungüentario que representa una niña llevando una jarra Museo Universidad de Durham.
Dama recibiendo en sus manos un ungüento perfumado
El uso de alheña o henna (Lawsonia inermis L.) para la tinción de las uñas estaba muy extendido. Se han encontrado diversas momias de diversas épocas (dinastía, XI-XVIII, época ptolemaica) con las uñas pigmentadas con henna. También en diversos papiros se han encontrado fórmulas cosméticas, como las destinadas a "hacer desaparecer el blanqueamiento de los cabellos" (Ebers, 458, 459 y 460); para combatir las arrugas (Ebers, 716), y fórmulas depilatorias. Algunos pasajes de papiros nos han legado fórmulas para cuidar y embellecer la piel (Ebers, 714; Smith, 21). La caída del cabello era tratada con composiciones a base de aceite de castor y meliloto. También se usaban tónicos capilares confeccionados con mirtilo, tamarindo y turpertina. Finalmente, también hay referencias al tratamiento de las manchas de la cara (Ebers, 721).
Ungüentario de Siamón, en madera tallada, representando un sirviente que lleva una gran jarra. Dinastia XVIII (1350 a.n.e. circa) Procedente de la Tumbade Hatiay en Sheik Abd el-Gurna Museo del Cairo.
Óleo sobre lienzo. 89,5 x 116 cm. Museo Reina Sofía, Madrid
Planteábamos en un post anterior el hábito de broncear la piel. Veíamos que hasta tiempos recientes se valoraba la blancura de la piel y no el color atezado. ¿Por qué ahora se considera el moreno como un requisito indispensable de hermosura? ¿Desde cuándo está de moda estar moreno? ¿Por qué, a pesar de los notables efectos sobre el envejecimiento cutáneo y el riesgo de cáncer cutáneo cuesta tanto moderar este hábito? Hasta principios del s. XX la belleza se asociaba al color blanco de la piel. A nadie se le pasaba por la cabeza que una mujer hermosa estuviese bronceada. De este hecho encontramos numerosas muestras no sólo en el arte, sino también en la literatura. Las descripciones de mujeres atractivas solían ir unidas a la afirmación de que "su piel era blanca como la leche". La razón de este criterio estético era básicamente socio-económico. En el s. XIX (y anteriores) la piel morena era privativa de clases populares, que ganaban su sustento segando en el campo, o en las labores de pesca. Las mujeres también tomaban parte activa en estas labores, reparando redes al sol, llevando el pescado en cestas, recolectando frutos o colaborando en actividades agrarias. Su piel, expuesta continuamente al sol estaba morena, llena de arrugas y envejecida prematuramente. Lo que el dermatólogo Unna denominaba Seemann Haut und Landmann Haut (piel de marino y de campesino), ya que en su tiempo, solamente estas profesiones estaban expuestas de forma crónica al sol. En cambio, en aquella época, las clases altas escapaban del sol. Las señoritas de buena familia no trabajaban al aire libre. Sus actividades solían limitarse a bordar o a tocar el piano en el interior de las casas. Incluso en sus paseos solían protegerse con sombreros y sombrillas, como podemos ver en algunos cuadros de Claude Monet y de John Singer Sergent. Su piel estaba blanca, acorde al ideal de belleza dominante. Por cierto que la expresión "sangre azul" referida a las familias reales surgió de esta absoluta blancura de la piel, que frecuentemente dejaba entrever algunos vasos sanguíneos (visibles de color azulado) en las sienes o en el dorso de las manos de las aristócratas.
Claude Monet. Paseo con sombrilla (1886)
John Singer Sergent: Paseo matinal (1888)
Pero tras la Primera Guerra Mundial la sociedad cambió. Muchos hombres partieron a la guerra, y las mujeres se incorporaron masivamente al trabajo en las fábricas. Su labor transcurría pues lejos de la luz del sol, solamente iluminadas por la luz artificial de las naves industriales. Las obreras tenían la tez pálida y no tenían tiempo para el bronceado.
La modista Gabrielle Coco Chanel (1883 - 1971) contribuyó considerablemente a la moda del bronceado.
La nueva situación comportó un cambio importante. Si la clase obrera tenía la piel blanca ¿cómo se iban a distinguir las damas de la burguesía? La respuesta llegó de la mano de una nueva moda, impulsada entre otras por la estilista Gabrielle Coco Chanel (1883 - 1971): la nueva mujer de clase alta en el s. XX era una mujer libre y deportiva, que jugaba al tenis, al golf o practicaba la equitación. Llevaba pantalones, fumaba e iba a la playa. Una mujer equiparada en hábitos con el hombre, pero que no necesitaba trabajar en fábricas y talleres. Demostraba su ocio acomodado con su piel bronceada, fruto de sus múltiples actividades al aire libre. Así pues, lucir la piel morena era un evidente marcador social, una nueva estética de las clases dominantes económicamente.
Fernando Botero: La playa.
La población suele imitar lo que hacen las clases altas. Además ponerse moreno, en muchos países era fácil y barato. La nueva estética se impuso con rapidez y pronto cundió la obsesión por el moreno. Broncearse rápido, a toda costa, recurriendo frecuentemente a aceites y cremas que no sólo no protegían, sino que ampliaban la acción de los rayos del sol. La adicción al sol fue la norma general. Las playas se llenaron, el turismo se desplazó en una búsqueda de sol y las horas de máxima afluencia fueron precisamente las horas centrales del día cuando hay más radiación ultravioleta. Estar moreno era propio de "gente guapa", y se olvidó la vieja estética de la piel blanca y aporcelanada. Incluso apareció una nueva enfermedad mental, la obsesión enfermiza por el moreno radical (cuánto más, mejor) a toda costa. En paralelismo con la obsesión por la delgadez extrema (anorexia) se ha venido en denominarla como tanorexia (de la palabra tan, que designa el bronceado en inglés).
Apología del bronceado en los años 40: "me pongo morena cinco veces más rápido..."
El bronceado como objetivo necesario: "En tres días estarás tan morena como yo"
El arte también nos ha dejado constancia de este hábito. Hemos elegido una obra de Josep de Togores (1893 - 1970) que deja constancia de la práctica del bronceado. Una pareja, abrazándose en la playa, bajo el sol, podría ser un buen ejemplo de este culto solar, que ha caracterizado al s.XX y de momento, a lo que llevamos de s.XXI. También aportamos un cuadro de Fernando Botero, testigo de esta escena cotidiana de nuestro tiempo, una mujer tumbada al sol, al borde del mar. Las consecuencias del desaforado culto al sol son de todos conocidas: envejecimiento precoz, piel manchada y arrugada y aumento de los casos de cáncer y precáncer cutáneo. A pesar de que cada día nos llegan alarmantes noticias de los perniciosos efectos de la prolongada exposición solar, no parece que esta tendencia vaya todavía por camino de disminuir.
Óleo sobre lienzo. 190 x 130,5 cm. Museo de Orsay, París
Mi amigo Manel regenta un pequeño restaurante en una calita de la Costa Brava. Muchas noches departimos sobre variados temas y en estas tertulias a veces sale a relucir la obsesión que muchas personas tienen por el bronceado y por tomar el sol. Hace poco me sugirió que podría dedicar a este tema un post en el blog, que él suele leer habitualmente, y voy a intentar hacerlo. Como dermatólogo, suelo recomendar prudencia en lo que se refiere a la exposición solar, que causa tantos efectos nocivos. Muchas personas me argumentan que "el moreno favorece" y que "es mucho más hermosa una piel morena". Pero ¿es cierta esta afirmación? ¿es verdad que la belleza y el bronceado forman un binomio indisoluble? Si echamos una ojeada a la historia del arte no tardaremos en darnos cuenta de la gratuidad de tal creencia. En primer lugar hemos de señalar que la estética es una materia opinable y que ha sufrido cambios y manipulaciones en las diferentes épocas. Frecuentemente, la belleza es aquello que el gusto de la época consigue imponer.
Sandro Botticelli. Nacimiento de Venus. Galeria degli Uffici, Florencia.
En lo que hace referencia al color de la piel, la piel blanca, nacarada, casi nívea, ha sido un atributo de belleza femenina durante mucho tiempo. Baste recordar por ejemplo al Nacimiento de Venus (1482) de Sandro Botticelli (que aún hoy se sigue considerando un referente estético), o la Venus del espejo, de Velázquez (1650). En ambos casos encontramos una piel blanca sin traza alguna de bronceado.
Velázquez: Venus del espejo. National Gallery, Londres.
El aprecio por la piel pálida continuó durante los siglos XVIII y XIX. Una buena prueba de ello son las pinturas representando también el Nacimiento de Venus de pintores como Alexandre Cabanel (1863) William Adolphe Bouguereau (1879). Venus, diosa de la hermosura, como canon de belleza de la época.
Alexandre Cabanel: El nacimiento de Venus (1863). Museo d'Orsay, París.
Bouguereau: Nacimiento de Venus (1879) Musée d'Orsay, París. La piel blanca de la diosa y las ninfas contrasta con la piel bronceada de los tritones.
Édouard Manet (1832 - 1883) escandalizó a la sociedad de su época con su Olympia (el cuadro que preside este post). Se trata de una parodia de una obra clásica (La Venus de Urbino, de Tiziano), en la que la diosa del amor es substituída por una refinada prostituta parisina, que no muestra idealización alguna: la meretriz no parece ni avergonzada ni arrepentida por su trabajo. Por el contrario, mira de forma provocativa y descarada al espectador. Su piel, tema del que nos ocupamos hoy, aparece blanca, un atributo indispensable de belleza, en vivo y buscado contraste con la sirviente negra que le lleva un ramo de flores, probable presente de algún cliente o admirador. La cara de la negra, de tan oscuro casi se confunde con el fondo y subraya así la marfileña blancura de Olympia.
D.G. Rossetti: Venus verticordia (1864)
Más o menos en esta época, en la Inglaterra victoriana, apareció el movimiento conocido como la Hermandad prerrafaelita, un grupo de pintores que querían retornar al estilo de pintura anterior a Rafael y reivindicaban la influencia de los primitivos pintores flamencos e italianos. En las obras de estos artistas continúa el culto a la piel nacarada. En los cuadros de Everett Millais, W.H. Hunt o Dante Gabriel Rossetti podemos ver resplandecer la belleza de los cutis blancos, porcelánicos. La musa de este grupo, Lizzie Sidal, esposa de Rosetti, que fue modelo para muchas de las obras de los prerrafaelitas lucía una piel blanquísima, inmaculada, marmórea, sin traza alguna de exposición solar.
D.G. Rossetti: Lady Lilith (1868)
Por lo tanto, como vemos, no siempre la piel morena ha sido sinónimo de hermosura, sino todo lo contrario. La belleza estaba asociada a una piel blanca, pura, sin rastro de manchas ni de bronceado. Entonces, ¿cuando comenzó la moda de ponerse moreno? A este tema dedicaremos el próximo post. Mujeres prerrafaelitas: