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jueves, 3 de enero de 2019

Herpes zóster (I): la serpiente que te ciñe







Atribuído a Agesandro, 
Apolodoro y Polydoro 

Laocoonte y sus hijos
(40-30 a.C)

Escultura de mármol
Museos Vaticanos. Roma 



La visita a los Museos Vaticanos permite contemplar una gran cantidad de obras de arte de primera magnitud, aunque a veces es recomendable realizar una cierta selección, ya que es imposible verlo todo. Hay piezas muy destacadas que son un referente artístico e histórico obligado. Si yo tuviera que hacer una selección personal, incluiría sin ninguna duda esta magnífica escultura helenística.  

El hallazgo de esta maravillosa escultura constituyó probablemente uno de los descubrimientos arqueológicos que más han marcado la Historia del Arte. El grupo escultórico se halló en 1506 en el Esquilino, una de las siete colinas de Roma, en las ruinas de lo que había sido la Domus Aurea, residencia de Nerón. Pronto se identificó con la escultura citada por Plinio el Viejo en su Historia Natural, como obra de los escultores de Rodas Agesandro, Apolodoro y Polydoro. 


La escultura relata un episodio mitológico. Laocoonte, un sacerdote troyano del dios Apolo, se había opuesto a la entrada del caballo de madera en la ciudad. Mientras estaba ofreciendo un sacrificio acompañado de sus hijos, Atenea y Poseidón, favorables a los griegos hicieron salir del mar a dos gigantescas serpientes que rodearon al sacerdote y a sus hijos. Tomando el mito bajo una perspectiva romana, el suceso está relacionado con la fuga de Eneas de Troya y la posterior fundación de Roma. 

El papa Julio II (reinante 1503-1513) tan amante de las artes, no podía dejar escapar un hallazgo de esta importancia, por lo que adquirió la estatua y habilitó el Patio  de las Estatuas, convirtiéndola en el centro de su programa decorativo.  


La cara de Laocoonte era para Laín Entralgo 
la mejor expresión del pathos, del sufrimiento, 
concepto del que deriva la palabra Patología

La escultura es de una gran belleza y teatralidad. La cara de Laocoonte se contrae en una trágica expresión de dolor, que para Laín Entralgo era la mayor expresión del pathos, del sufrimiento humano. Las serpientes, ondulantes, rodean los miembros de las víctimas dando una gran sensación de movimiento, de fuerza, que resalta todavía más los músculos tensos de los troyanos, que intentan en vano liberarse de sus atacantes. 

La escultura, como digo, tuvo una gran repercusión en los artistas del momento, y muchos consideran que fue una de las que más influyó en la eclosión definitiva del Renacimiento, una corriente que ya se estaba preparando desde hacía algún tiempo y que era un regreso a la tradición artística grecorromana, especialmente a la representación del cuerpo humano desnudo según los cánones clásicos. 

Pero para un médico, la escultura tiene también otra dimensión. La visión de las serpientes reptando por los miembros humanos, atenazándolos y sometiéndolos a su poder y causándoles dolor con sus mordeduras, evoca en cierto modo lo que sucede en un cuadro patológico: el herpes zóster. 


La serpiente reptando por los miembros y mordiéndolos evoca la distribución de las lesiones del herpes zóster y el dolor que frecuentemente lo acompaña. 

Seguramente muchos os sorprenderéis de esta curiosa y para muchos inesperada asociación de ideas. Y sin embargo no está tan alejada de la realidad. Las lesiones del herpes zóster se extienden por el territorio de una metámera, es decir el territorio de un determinado nervio sensitivo. Por esta razón su distribución es linear, afectando solamente el territorio inervado por el nervio afectado. Esto justifica su nombre: herpes en griego (ἕρπης) quiere decir serpiente, y zóster (ζωστήρ), faja, cinta o cinturón. Es decir, algo así como "la serpiente que te ciñe", expresando lo que podemos ver en el Laocoonte. Del vocablo herpes (ἕρπης) también deriva la herpetología, la rama de la zoología que estudia a las serpientes. 

Esta etimología también explica la denominación popular de "culebrilla", "culebrina" o "culebrón" que se le da en ciertas regiones, y que es a veces despreciada como un vulgarismo, cuando en realidad tiene el mismo origen etimológico. En francés se le da un nombre igualmente expresivo "zona", que hace también referencia a la distribución regional del herpes zoster.


Serpiente de Asclepios. Escultura de bronce. Museo de Éfeso 


Las referencias a esta enfermedad las encontramos ya en 
en el tratado De medicina obra de Aulus Cornelius Celso (s. I d.C.) para describir algunas enfermedades que evolucionan como si reptaran sobre la piel y siguió siendo usada en la Edad Media y épocas posteriores, aunque existía una cierta confusión con el ergotismo o la erisipela, lo que justificó que en ocasiones se le llamara "ignis sacer" (fuego sagrado, por el intenso dolor que le acompaña). No fue hasta el s. XVIII cuando William Heberden (1710-1801) estableció una forma de diferenciar entre el herpes zóster y la viruela, y a finales del siglo XIX se distinguió definitivamente de la erisipela. En 1831 Richard Bright (1789-1858) planteó la hipótesis que la enfermedad surgía de un ganglio de un nervio sensitivo dorsal, lo que fue confirmado por Félix von Bärensprung  (1779-1841) en 1861. 

En una próxima entrada hablaré de las características de esta enfermedad, con más detalle. 




martes, 6 de octubre de 2015

Las cicatrices de un hombre robusto






Robert Campin

Retrato de un hombre robusto 
(1425 circa) 

Óleo sobre tabla. 34'5 x 27'7 cm 
 Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. 




Robert Campin (1375-1445) fue un artista flamenco de gran prestigio. De su taller salieron pintores de la talla de Jacques Daret y Rogier van der Weyden

En el s. XV aparece en los Países Bajos una nueva manera de representar la realidad, completamente diferente de la visión del gótico internacional. Campin y Van Eyck fueron los iniciadores de este nuevo estilo, que conocemos como el de los primitivos flamencosHasta entonces, los donantes, encargaban y costeaban obras religiosas para ser exhibidas en iglesias y estimular la devoción de los fieles. Los que costeaban estas obras se hacían representar, en actitud orante  y a una escala generalmente menor como espectadores de la escena principal. Su papel era anecdótico y sólo servía para dejar constancia de su caritativa contribución económica. A partir de ahora, aparece el retrato, es decir, la figura del donante es en sí misma la protagonista de la obra artística. Sus rasgos están ejecutados con gran realismo y minuciosidad, puesto que este tipo de pintura estaba concebida para contemplarla a corta distancia. 


Nicodemo, del Descendimiento de la Cruz de Van Eyck (Museo del Prado)
Obsérvese la perfección de los detalles: venas de la región temporal;
barba crecida y canosa en el mentón; lágrimas...
Aparte del parecido del rostro, el cuello de piel del vestido es
idéntico al que aparece en la tabla de Robert Campin. 

Algunos críticos creen que el personaje del retrato que hoy comentamos se podría identificar con Robert de Masmines, un militar borgoñón de la Orden del Toisón de Oro, que estuvo al servicio de Felipe el Bueno. Sin embargo, esta identificación no está plenamente documentada, a pesar de su general aceptación. 

En cambio, en mi opinión, el hombre robusto de Campin tiene un notable parecido con el Nicodemo que aparece en el Descendimiento de la Cruz de Van Eyck, del Museo del Prado

Al contemplar la tabla de Campin, llaman la atención los detalles de su rostro, en el que se pueden apreciar con gran precisión la expresión de los ojos, las ojeras, las arrugas, el rasurado imperfecto de la barba y zonas temporales, según la moda de la época y la prominente papada. También el cuello de piel de su vestido o los cabellos mal peinados están representados minuciosamente. 



Detalle de la cicatriz "en Y" en la zona frontal
En diversos puntos de la cara, presenta algunas cicatrices. La más evidente, en forma de "Y", se encuentra en la frente, pero tiene también algunas otras como en el surco nasogeniano, lo que hace pensar en un antiguo accidente. Sobre la región superciliar izquierda hay otra lesión cicatricial, pero esta vez de forma redonda. Esta cicatriz es más similar a las que dejan algunas enfermedades dermatológicas (acné, varicela, viruela...) por lo que posiblemente no estaría relacionada con las anteriores, más sugestivas de heridas contusas. 

Existe otra versión de este retrato, muy similar, conservada en la Gemäldegalerie de Berlín.



Robert Campin:





martes, 22 de septiembre de 2015

Pelucas barrocas






Jacint Rigau, llamado
Hyacinthe Rigaud

Retrato de Luis XIV 
(1701) 


Óleo sobre lienzo. Palacio de Versalles. 



El siglo XVIII era una época obsesionada por la elegancia, por lo que en aquel momento se consideraba la estética barroca. El barroco es el arte del artificio, de la transformación estética de la realidad. Nunca las formas de vestir y los estilos de peinado de la gente fueron tan suntuosos, tan elaborados y artificiales. 



Luis XIV, con peluca, pintado por Charles Le Brun


El rey Luis XIV de Francia, llamado el Rey Sol (1638-1715), implantó nuevas costumbres de moda, acorde con la estética del momento y con sus gustos y necesidades personales. Así, acostumbraba a llevar zapatos de tacón, que le eran útiles para disimular un poco su corta estatura. También introdujo los encajes venecianos para ornamentar las mangas de las casacas. Pero lo que fue más característico y emblemático de su corte fue el uso generalizado de pelucas masculinas. 

Al parecer, en 1647, cuando contaba 9 años, Luis XIV sufrió la varicela. Su cuerpo y su cuero cabelludo se cubrieron de costras y los médicos decidieron raparle y ponerle una peluca, que llevó durante un cierto tiempo, habituándose así a su uso. Unos años más tarde, en julio 1658, el joven rey padeció unas fuertes fiebres, que le causaron la pérdida de gran parte del cabello. Los médicos, preocupados por su vida, se plantearon administrarle antimonio, un remedio muy tóxico que se usaba en los casos muy graves. Al final, con autorización del cardenal Mazarino, le dieron el tratamiento. El rey curó, pero como secuela le quedó una alopecia permanente. El Rey Sol comenzaba a quedarse calvo en un momento en el que las largas cabelleras masculinas eran exhibidas como un signo de virilidad y de salud. Su imagen quedaba fuertemente dañada. La solución a la alopecia real fue ponerse una gran peluca que sirvió a la vez de tarjeta de presentación de su poder. Un poder absoluto, que el mismo rey resumía con la frase: "L'État c'est moi" (el Estado soy yo). Las pelucas que usaba eran largas y rizadas, y bastante sobreelevadas en las zonas frontoparietales, lo que también contribuía a realzar algo su menguada estatura.

En 1659, un edicto real creaba nuevos cargos de barberos y peluqueros. La barba ya no estaba de moda, y se necesitaban profesionales del afeitado y del mantenimiento de las pelucas. En 1680 Luis XIV tenía 40 peluqueros que diseñaban sus pelucas en la corte de Versalles, encabezados por el peluquero principal Sr. Quentin, encargado de peinar al rey ante toda la corte cada mañana, en la ceremonia ritual del despertar del rey (le petit lever). Se calcula que el Rey Sol llegó a poseer más de mil pelucas. En el palacio de Versalles, el rey tenía una estancia dedicada a estos complementos capilares, el "gabinete de las pelucas" (también llamado "de las termas" porque su decoración estaba inspirada en unas termas romanas). Para imitar al monarca, toda la corte comenzó a usar pelucas. También eso fue usado como argumento: como que llevar pelucas estaba en boga, el rey ya no usaba la peluca para esconder su calvicie: simplemente iba a la moda! 



Nobles franceses con pelucas. Obsérvese también el uso de maquillaje y de lunares artificiales ("mouches"). 


Francia dictaba la moda de Europa en esa época, y el uso de la peluca se extendió al resto de las cortes del continente. En Inglaterra fueron introducidas por Carlos II, que había pasado un largo exilio en Francia, antes de repatriarse para reinstaurar la monarquía. En España, las pelucas - como muchas otras costumbres francesas - fueron introducidas por Felipe V de Borbón, biznieto de Luis XIV que se hizo con la corona tras la sangrienta Guerra de Sucesión de 1714. En los inicios de la historia de los Estados Unidos, las pelucas también fueron usadas por personajes como John Adams, Thomas Jefferson, James Madison, Alexander Hamilton y Georges Washington. El uso de la peluca se extendió considerablemente, como lo podemos constatar por ejemplo, observando retratos de músicos como Bach, Mozart o Hadyn. 

Como en el caso del monarca, la finalidad de las pelucas no era únicamente estética, sino que tenían la secreta función de encubrir tiñas, piojos y alopecias sifilíticas, males que debían ser bastante corrientes en aquel tiempo. Y por supuesto disimular las alopecias androgenéticas masculinas o calvicies de todo tipo, así como la caspa y suciedad del cuero cabelludo. Viene aquí a colación que para mitigar el prurito de la cabeza se idearon unos rascadores para introducir por debajo de la peluca y aliviar algo tan molesta sensación. El caso es que las largas pelucas, elaboradas con cabello humano, crines de caballo y/o pelo de cabra constituyeron una explosión de exhibición de peinados a cual más extravagante. 

Las pelucas revestían una estética acorde al complicado estilo "rococó", que era el estilo preponderante en la segunda mitad del s. XVIII. Era un estilo artístico en el que predominaban las curvas en forma de "ese", las asimetrías, en el que  las formas jugaban y se integraban en un movimiento armonioso y elegante. También los rizos tomaban estas formas sinuosas. 


Carlos IV de España, por Francisco de Goya (detalle)
A finales del s. XVIII, las pelucas, blancas y empolvadas,
se vuelven más pequeñas y esquemáticas.
Al principio, las pelucas eran de color natural (castaño, rubio...), pero sobre 1715 se comienza a extender el hábito  de que fueran blancas o grises. El motivo era una cuestión de conservación. Las pelucas no se lavaban, y constituían así un foco de infecciones, roñas y piojos. Por ese motivo se las desinfectaba y empolvaba blanqueándolas con una composición de polvos especiales, hecha a base de huesos de ternera y oveja triturados, serrín, almidón de arroz, talco y antimonio. Se aprovechaba también para perfumar las pelucas, evitando así el olor desagradable derivado de su uso repetido. 

Ante la alta toxicidad de este preparado los peluqueros que realizaban la operación de empolvado se cubrían la cara con una máscara o con un cono de papel grueso. Los barberos pronto se convirtieron en peluqueros (palabra que precisamente deriva de peluca, no de pelo). En 1745, en plena época georgiana, el ministro inglés William Pitt intentó que los barberos sólo pudieran cortar el pelo y rasurar la barba, pero no empolvar pelucas, para lo que debían obtener licencia específica mediante pago de una tasa especial. Sin embargo esta ley fue burlada masivamente ya que mucha gente optó por empolvarlas en casa, con harina y cal. 

Hacia 1770, el uso de pelucas se extendió también a las mujeres. A medida que los años pasaban, las pelucas femeninas eran cada vez más altas y elaboradas, llegando a una complejidad increíble, especialmente en la corte francesa. Sin embargo, los altos peinados pronto produjeron algunos inconvenientes. Algunas damas presentaban la piel de la zona temporal eritematosa e inflamada por la presión de la peluca. También debían ir con la cabeza inclinada dentro de los carruajes o al pasar los dinteles de las puertas. Es conocida la anécdota de María Antonieta, que al salir del calabozo de la Conciergerie para ser guillotinada se vió forzada a inclinar la cabeza en lo que se interpretó como una reverencia a la guardia republicana que la custodiaba.



Elisabeth Vigée Le Brun: Retrato de María Antonieta de Austria, reina de Francia (1783) 

Las pelucas indicaban, por su ornamentación, la mayor o menor posición social de quien las usaba. La gente de fortuna podía pagar, lógicamente, diseñadores más caros y materiales más costosos. La condesa de Matignon, en Francia, le pagaba a su peluquero Baulard 24.000 libras al año para que le hiciera un nuevo diseño de peluca todos los días. Las pelucas masculinas eran generalmente blancas, pero las femeninas podían ser de colores pastel, como rosa, violeta o azul. 

A diferencia de las pelucas femeninas, a partir de Luis XV, las pelucas masculinas redujeron su tamaño, por razones prácticas. Los militares solían llevar peluca blanca, pero mucho más corta y simple que las de la corte, ya que resultaba mucho más llevadera en el campo de batalla. 


Mozart: Serenade num. 13 "Eine Kleine Nachtmusik" KV 525 




Bibliografía: 

Pérez S. Du bon usage des perruques: le cas Louis XIV. Ann. Dermatol. Venereol. (2013) 140, 138-142. 


Kwass M. Big hair: a wig history of consumption in eighteenth-century France. Am Hist Rev 2006; 111: 631—59.

Pointon M. Hanging the head. Portraiture and social forma- tion in eighteenth-century England. New Haven: Yale University Press; 1993, 288 p.