viernes, 10 de enero de 2020

Sífilis, envejecimiento y muerte.





Francisco de Goya 

Las viejas 
 (1810-1812)

Óleo sobre lienzo 181 x 125 cm
Palais des Beaux-Arts, Lille. 




"Mais, où sont les neiges d'antan"
(François Villon: Ballade des Dames du temps jadis)

Decidme: la hermosura, 
la gentil frescura y tez 
de la cara, 
la color y la blancura, 
cuando viene la vejez 
¿cuál se para?

(Jorge Manrique: Coplas por la muerte de su padre)  


Francisco de Goya (1746-1828) fue un genial pintor que nos dejó un gran testimonio de la sociedad de su tiempo. Desde las escenas populares de su juventud, hasta los retratos reales que como pintor de la Corte realizó (en las que apunta una sarcàstica visión personal de la decadente monarquía, prudentemente disimulada). También dejó una visión descarnada de los horrores bélicos  (Los desastres de la guerra, los fusilamientos del 3 de mayo...). En su última época, sordo y desengañado, se encerró en su casa de la Quinta del Sordo, un caserón que ya era conocido con ese nombre antes de que Goya lo adquiriese. En él realizó las llamadas pinturas negras, una visión fantasmagórica, sombría y pesimista del mundo que lo rodeaba. Para algunos esta descarnada visión obedecía a su sordera, o por una sífilis avanzada, aunque a mí me parece que el desengaño político del pintor de Fuendetodos era ya suficiente motivo. Pero de la patología del genial artista nos ocuparemos en otra entrada del blog.


Imagen relacionada
Retrato de la reina María Luisa de Parma, en el que aparece con la joya de
"la flecha del amor" engarzada en su cabello. (circa 1800).
Autor anónimo. Museo Lázaro Galdiano. Madrid. 

Hoy nos centraremos en el cuadro "Las viejas" con el que encabezamos este escrito. En él aparecen dos viejas, tal como anuncia el título. Están sentadas de lado, en dos sillas. Una de ella se ha ataviado con abundantes joyas y lleva un escotado vestido blanco, de vaporosa gasa y con puntillas, mucho más adecuado para una jovencita que para su cuerpo enjuto y surcado por las arrugas.  En sus cabellos vemos la flecha del amor, una joya que gustaba de lucir la reina María Luisa. Por este motivo, algunos autores han querido ver en esta obra una velada alusión a la soberana, aunque lo más probable es que fuera una moda mimética de aquel tiempo

La otra mujer se inclina sobre la del vestido blanco, mostrándole un espejo, en el que aparece escrito en el dorso: "Qué tal?", la pregunta que sin duda le plantea a su compañera. El rostro de la primera mujer, con los ojos hundidos y la nariz aguileña escudriña el espejo buscando, sin duda un atisbo de la belleza de antaño, ya totalmente marchita, que los atavíos que luce ni el abundante maquillaje no han logrado atenuar. Por los pliegues de su boca, se observa que está completamente desdentada, una condición muy frecuente en su época entre las personas de edad, ya que la higiene dental era muy escasa y los progresos de la odontología aún eran incipientes. Entre sus manos sostiene un medallón, donde probablemente está una imagen de ella misma cuando era joven. La comparación entre la imagen del medallón y la que ve reflejada en el espejo le produce una evidente desazón. Una escena que ya Goya trató en el grabado "Hasta la muerte" de la serie Los Caprichos, en la que aparece una vieja acicalándose en el espejo, ajena a las mofas de los personajes del fondo.  


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La mujer que sostiene el espejo, igualmente vieja y descarnada, con aspecto de celestina, también aparece bien vestida. En este caso lleva un vestido negro, también con puntillas, y con ostentosos brazaletes de perlas. Está tocada con la tradicional mantilla y peineta. Su cara aparece demacrada, con llamativas y profundas ojeras violáceas. Se adivinan malformaciones dentales en una boca semidesdentada, contraída y deforme. La nariz es casi inexistente, limitándose a dos inquietantes orificios.   

En la cara de la mujer de negro observamos síntomas de una sífilis avanzada. La nariz ha desaparecido, como consecuencia de un goma terciario; la boca presenta alteraciones; los ojos tan hundidos que nos recuerda aquella definición que Quevedo hacía del dómine Cabra: 
"Los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes"
(Francisco de Quevedo: Vida del Buscón)

A sus espaldas, un personaje alado, con barba blanca empuña decidido una escoba. Es una alegoría del Tiempo, que todo lo barre. Una alusión que encontramos en otros cuadros alegóricos del pintor. Esta obra es pues una reflexión sobre el paso del tiempo. La mujer de blanco, que cuando era joven debía ser bella, aparece ahora decrépita y decadente, y sus intentos de recobrar su antiguo esplendor son vanos y esperpénticos. La mujer de negro simboliza una sífilis que la anterior tal vez lleva latente, y que constituye una continua amenaza. Finalmente el Tiempo, simbolizado como el dios Cronos, amenaza con borrar de su existencia no solo la juventud, salud y belleza, sino la propia vida. 

Una reflexión muy propia de Goya - ya sesentón cuando pintó este lienzo - que evoca la fugacidad de la vida. Y también la frecuencia de la sífilis en el s. XIX. Una enfermedad que por cierto está volviendo: en Europa se registran actualmente unos 33.000 casos de sífilis cada año. 

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