martes, 5 de junio de 2018

El miedo al agua en el s. XVII y XVIII






François Elsen

La toilette

Óleo sobre lienzo 
Museo Boucher. Perthes, Abbeville.




En el siglo XVIII, la gente se lavaba poco. En las escasas ocasiones que se aseaba, lo hacían en seco, recurriendo a un paño blanco y seco, con el que eliminaban parcialmente el sudor y las impurezas de la piel. 

El agua era cuidadosamente evitada, por la creencia popular -muy extendida- de que la salud del cuerpo dependía del equilibrio entre los cuatro humores que se suponía que integraban el cuerpo: sangre, pituita, bilis amarilla y atrabilis o bilis negra. Los lavados con agua y mucho más los baños, representaba la introducción de un quinto elemento extraño, que podía desequilibrar el equilibrio humoral. 

Anónimo. Mujer lavándose los pies (1766)

El temor al agua culminó en el siglo XVII, y se extendió incluso entre la aristocracia y las clases más altas de la sociedad. Sabemos que Luis XIV no tenía problemas para nadar, pero evitaba usar demasiada agua para lavarse. En el interior de las casas nobles existían bañeras, pero se aconsejaba utilizarlas solo ocasionalmente, y sobre todo no permanecer en ellas durante mucho tiempo. El rechazo al agua era generalizado: antes de la Revolución Francesa sólo había nueve casas de baños en París, es decir, tres veces menos que a finales del siglo XIII. En la monarquía hispánica, Felipe V y Fernando VI fueron ejemplos de una higiene muy deficiente, con auténtica fobia al agua. 

El miedo a los miasmas se convirtió en una auténtica obsesión. Los malos humores se evacuaban mediante procesos naturales como las hemorragias, los vómitos o la transpiración, y cuando éstos no funcionaban se recurría a purgas o sangrías efectuadas por los médicos. Para garantizar la salud había que hacer circular el aire.

La ventilación de los habitáculos era realmente imprescindible, ya que esta concepción restrictiva de la higiene debía producir ambientes malolientes y hediondos. Como se consideraba que los malos olores eran indicativos de la presencia de aire viciado, una norma básica de higiene consistía en perfumar el aire. Como en el caso de las sangrías, se creía que los olores agradables limpiaban de los miasmas los órganos y la sangre. En cambio, la suciedad no suponía un riesgo para la salud; al contrario, se consideraba que servía para proteger la piel. 


La desconfianza hacia el agua no era nueva. Desde la segunda mitad del siglo XIV, los médicos habían empezado a desaconsejar los baños calientes por considerar que el agua podía facilitar el contagio de la peste. Los poros podían abrirse y facilitar la introducción de miasmas en el organismo que desequilibraban su funcionamiento. Según las concepciones de la época, los miasmas eran efluvios malignos producidos por cuerpos corruptos o aguas estancadas.



Cuarto de Baño del palacio de Valençay.
De izquierda a derecha vemos un bidé, una bañera y el tocador.
Primer tercio del s. XIX.
Aunque no todo eran argumentos médicos. También se aducían argumentos de orden moral. A partir de la Contrarreforma de los siglos XVI y XVII, la Iglesia ejerció una influencia creciente no sólo sobre la moral, sino también sobre las prácticas corporales cotidianas de la población. El clero quiso proscribir los baños públicos –denominados «baños romanos»– por el peligro que suponían el contacto corporal y la desnudez. 


Por todas estas razones, las prácticas de higiene eran rápidas, muy selectivas y se realizaban generalmente en seco. Había que lavarse sin debilitar la piel ni exponerla a la penetración de miasmas, lo que implicaba hacer abluciones parciales. Al levantarse, los adultos y los niños se peinaban y se frotaban ciertas partes del cuerpo con paños secos, dando mayor importancia a los lugares más expuestos a la vista: las manos, los pies, la boca y la zona retroauricular. 

El vinagre en el s. XVIII era usado como cosmético y aún como medicamento.
El aspecto corporal y la respetabilidad social era juzgado por lo que quedaba a la vista. Llevar un vestido limpio era un buen indicador de la posición social que alguien ocupaba: cuanto más rico era uno, más se cambiaba de vestido. Del mismo modo, en cuanto al cuidado corporal lo importante era la apariencia. A menudo no se intentaba eliminar la suciedad, sino disimularla con productos que cubrieran las imperfecciones de la piel y la blanquearan. Por eso se consideraba que estar limpio consistía en frotarse la piel con pastillas de jabón de Florencia o de Bolonia, con perfume de limón o de naranja, o lavarse la cara con vinagre perfumado.
Este último alcanzó enorme popularidad. En París, en su tienda de Saint-André-des-Arts, el famoso vinagrero Maille comercializaba al menos 92 vinagres de salud e higiene. Difundidos después de 1740, estos vinagres perfumados, en forma de lociones con flores o especias, eran vendidos por vinagreros destiladores que competían en imaginación para promocionar su «Agua imperial», su «Agua magnífica» o sus vinagres de cítricos con naranjas de Portugal. También se aconsejaba untarse las manos con cremas de almendras dulces o de benjuí. Del mismo modo que las cremas de jazmín o de lavanda, estos productos eliminaban la suciedad de forma mecánica, pero sin agredir la piel. Cuando hacía buen tiempo, la gente se aplicaba sobre el pecho telas impregnadas de ungüentos y preparados aromáticos.

No es hasta mediados del s. XVIII cuando se empezaron a apreciar las virtudes calmantes del agua templada, y que el agua fría podía fortalecer los tejidos y mejorar la circulación de la sangre. En su "Emilio", Rousseau aconsejaba:
«Lavad a menudo a los niños; su suciedad muestra la necesidad de hacerlo». 

A finales de siglo, coincidiendo con las ideas de renovación de la Ilustración, el agua empezó a entrar en ciertos hogares, que se equiparon incluso con cuartos de baño. El baño era un lugar de descanso, incluso de vida social. No se consideraba indecente recibir a los amigos en la bañera. 

Jean Jacques Hauer: La muerte de Marat
Progresivamente el aseo se privatizó y se individualizó, dando forma a nuevos momentos y espacios de intimidad. Así, María Antonieta permitía sólo la presencia de dos criadas mientras se bañaba. Por supuesto, el baño aún se utilizó durante mucho tiempo como un método para el cuidado de la piel y tratamiento de sus enfermedades: en 1793, el revolucionario Marat tomaba baños con extractos de almendra y minerales para combatir su dermatitis y escribía sus cartas y discursos desde la bañera. Así recibió a Charlotte Corday, que aprovechó el baño-entrevista para apuñalarlo.

Sin embargo, durante mucho tiempo, el agua siguió siendo vista con prevención y la mayoría de la población evitó utilizar el agua para lavarse. Habría que esperar hasta las primeras décadas del siglo XIX para que se empezara a generalizar el uso higiénico del agua.



David: La muerte de Marat. 


Bibliografía

Mazeau G. El baño diario, una conquista de la Ilustración. 
http://www.nationalgeographic.com.es/historia/grandes-reportajes/el-bano-diario-una-conquistade-la-ilustracion_9522/1

Vigarello G. Lo limpio y lo sucio: la higiene del cuerpo desde la Edad Media. Alianza, Madrid, 1991.

Vigarello G. Historia del cuerpo, I. Taurus, Madrid, 2005.
El perfume. P. Süskind. Planeta, Barcelona, 2010.


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