jueves, 25 de agosto de 2016

Del mito de Ícaro al exceso de sol (I): La imprudencia de Ícaro

 




Merry-Joseph Blondel

  El Sol  (La Caída de Ícaro)

 (1819)

Fresco. 271 x 210 cm.
Rotonda de Apolo 
Museo del Louvre. París. 



Si vais al pabellón Denon del Museo del Louvre de París, en el primer piso encontraréis la llamada Rotonda de Apolo, una amplia sala cuyo techo está decorado por un impresionante fresco del pintor neoclásico Merry-Joseph Blondel (1791-1853). En él se representa un carro de fogosos caballos que atraviesa presuroso el cielo. Desde la antigüedad, muchas culturas han adorado al Sol, considerándolo un dios. En la mitología griega, Helios era el dios del sol, coronado con una deslumbrante aureola de rayos luminosos. Cada día recorría el cielo con su carro tirado por fogosos caballos hasta el Océano. 

En la parte inferior del fresco del Louvre se representan dos personajes con alas. Uno de ellos, en el centro, cae aparatosamente, mientras que otro, más discreto y situado a la izquierda se gira, inquieto por el accidente de su compañero. El fresco en cuestión representa uno de los mitos solares más famosos, el del joven Ícaro, que imprudentemente se acercó demasiado al Sol, sufriendo en su carne los efectos de no temer la acción de los implacables rayos solares. 

Ícaro era hijo de Dédalo, un verdadero genio de la arquitectura, que había construído el famoso laberinto de Creta, para el rey Minos. Pero Minos, temeroso que pudieran revelar el secreto del laberinto, retenía por la fuerza a Dédalo y a su hijo en la isla y no los dejaba salir de ella. 

Dédalo, cansado de este obligado cautiverio, decidió escapar de la isla, pero los hombres de Minos controlaban la tierra y el mar, y no había manera de esquivarlos. Así que la única escapatoria era salir volando, como los pájaros. El ingenioso Dédalo se puso a trabajar para fabricar unas alas artificiales. Tomó una gran cantidad de plumas y las fue uniendo, cosiendo con hilo las plumas centrales y pegando con cera las laterales, dando al conjunto la suave curvatura de las alas de un pájaro. 
Marc Chagall. La caída de Ícaro (1975)
Cuando terminó su trabajo, Dédalo se colocó las alas y comprobó que el invento funcionaba. Batiendo las alas podía subir y volar como las aves. Equipó entonces a su hijo de la misma manera, y le enseñó cómo volar. Dédalo advirtió a Ícaro que no volase demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las alas y no podría volar.
Llegó el día de la gran evasión. Dédalo e Ícaro iniciaron su vuelo al amanecer sobre el mar con éxito. Dejaron atrás Creta, y sobrevolaron las islas vecinas, como Samos, Delos o Paros. El espectáculo que se ofrecía bajo ellos era indescriptible. Los rayos del sol del amanecer irisaban la gran superficie marina, dándole un aspecto de metal bruñido. 
Ícaro estaba muy contento. Las alas que había construído su padre abrían nuevos horizontes de libertad a su corazón adolescente. Volando sentía un poder ilimitado. Y con tanta belleza a su alrededor...!
Peter Paul Rubens: La caída de Ícaro (1636)
Óleo sobre lienzo, 
27 x 27 cm.
Reales Museos de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas.
Pero lo más hermoso de todo era el sol. Al chico su deslumbrante belleza le atraía mucho. Era tan luminoso, tan radiante y puro... Teñía todo el cielo y el mar con colores indescriptibles. Ícaro decidió acercarse un poco, para verlo mejor. Por un instante, recordó la advertencia de su padre, de no acercarse al sol. Pero su padre volaba delante de él, ya un poco lejos, y seguro que no veía su intento. Además, a aquella hora de la mañana, el sol casi no calentaba: parecía tan inofensivo! Seguro que no pasaba nada!
El imprudente muchacho se fue acercando al sol. Qué bello era, que imponente! Sus deslumbrantes rayos lo cautivaban. Y el calorcillo que sentía en su piel era tan agradable! Seguro que desde un poco más cerca se veía todavía mejor.
Pero tanto y tanto se acercó, que el ardiente sol fundió la cera de las alas y las plumas se despegaron. Ícaro agitó las alas con más fuerza, pero ya no quedaban suficientes plumas y su superficie se había reducido. El temerario muchacho cayó  en picado. Su padre, desconsolado, vió desde lejos la caída de su hijo, que se despeñó en los escollos de una tierra, que desde entonces tomó el nombre de Icaria. 
Sirva esta bella historia para hacernos reflexionar sobre los peligros de ciertas imprudentes conductas con respecto al sol. En la actualidad, asistimos a un nuevo "culto al sol", y la exposición a sus rayos a veces puede ser excesiva. Muchas veces está motivada por la simple práctica deportiva al aire libre, aunque frecuentemente la exposición solar no tiene más propósito que el de conseguir un apreciado bronceado de la piel. Pero, como en el caso de Ícaro, no temer al sol puede tener consecuencias no deseadas, que comentaremos en la próxima entrada de este blog. 


El mito de Dédalo e Ícaro: 







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