martes, 9 de junio de 2020

Las Meninas: (I) Velázquez, el pintor del aire.


Las meninas - Colección - Museo Nacional del Prado



Diego Velázquez 

La familia de Felipe IV
"Las Meninas"
(1656)

Óleo sobre lienzo 320,5 x 281,5 cm
Museo del Prado. Madrid





Suele considerarse a Las Meninas, de Velázquez como uno de los cuadros más importantes de toda la historia de la pintura. Confluyen en él una serie de motivos: la genialidad de la pincelada; el reflejo casi fotográfico de un instante de la vida palaciega, que se centra no en los protagonistas políticos, sino en la actividad cotidiana de las niñas de la corte; la cuidada composición, que admite varias interpretaciones; la enigmática aparición del autorretrato del pintor en un ángulo;  y, como señala Michel Foucault, lo más importante de todo: el espejo del fondo, donde se reflejan los reyes, que entran improvisamente en la estancia, paralizando la actividad del resto de personajes. 

Si trazamos una línea horizontal imaginaria en el cuadro, dividiéndolo en dos mitades iguales, lo primero que observamos es que la mitad superior del cuadro se encuentra prácticamente vacía. Apenas un par de cuadros de la colección real, al fondo, que por cierto se han podido identificar con cuadros de tema mitológico presentes en la actualidad en el mismo museo del Prado. Se trata de escenas mitológicas en la que dos mortales (Aracne y Marsias) retan a sendos dioses (Minerva y Apolo) en un ar­te (la tapicería y la música, respectivamente), con nefastas consecuencias para los primeros. Se trata de un guiño al espectador. Velázquez, un mortal, de origen plebeyo, es como Aracne y Marsias y pinta mejor que los propios dioses.


Museo del Prado: 5 enigmas de "Las meninas" de Velázquez, el ...
Velázquez ocupa un buen primer plano en Las Meninas, reivindicando
el papel de pintor, e interpelando con la mirada al espectador. 

La parte izquierda de la escena queda oculta por un bastidor de grandes dimensiones que imaginamos que es un gran cuadro que Velázquez está pintando y del que solamente podemos ver la parte trasera. Esta es una de las maravillas de la obra: Velázquez no pinta, pero nos hace imaginar cosas que no aparecen claramente, situaciones que permiten la especulación constante. Muchos afirman que el artista está pintando el propio cuadro, aunque es imposible que pinte la escena desde este ángulo. Otros lo han interpretado como un gran espejo. Otros que está pintando a los reyes... A la derecha, se insinúa unos ventanales, que tampoco se ven con claridad. Se intuye que el primero está abierto, los siguientes cerrados y el cuarto vuelve a estar abierto. Simplemente la luz que entra desde ahí nos hace volver a imaginar algo que no está pintado explícitamente. La luz es uno de los grandes protagonistas de esta obra maestra. 

El otro gran protagonista es el aire. El aire de la parte superior de la sala, que bajo el pincel de Velázquez adquiere una cierta concreción. No en vano se dice de Velázquez que es el pintor del aire. Un aire como el que respiramos, que no se ve, pero se advierte. El pincel de Velázquez tiene fama de saber plasmar el aire de sus escenas exteriores: un aire transparente, puro, con algunas nubes esporádicas, como es habitual en Madrid y sus alrededores. Pero también sabe plasmar aquí el aire interior, cargado, pesado, que probablemente lleva tiempo sin renovarse. No insistiré sobre la posible interpretación simbólica. Quedémonos con que la parte superior de este cuadro tiene como protagonista absoluto a un elemento invisible: el aire, la atmósfera de la sala. 

La sala, de altos techos, era el estudio de Velázquez en el Alcázar, el palacio real de los monarcas de la Casa de Austria, que vino substituido por el actual Palacio de Oriente, que mandó construir el primer Borbón, erigido en rey por la fuerza de las armas tras la Guerra de Sucesión. Felipe V.  El duque d'Anjou (que luego reinó como Felipe V) que era nieto de Luis XIV echaba en falta el boato de Versailles y de los palacios barrocos franceses. 

Velázquez era el pintor de la corte y por decirlo así era un funcionario palaciego. Vivía en palacio y tenia su estudio allí. En los últimos 11 o 12 años de su vida, Velázquez trabajó a un ritmo trepidante, ya que, ade­más de desempeñar los cargos adminis­trativos con que el rey le obsequiaba, debía encargarse de las decoraciones de El Escorial y el Alcázar y, por supuesto, hacer frente a una importantísima deman­da de retratos. Realizaba retratos de los principales personajes (reyes, infantas, validos, bufones...). Muchos de los retratos se enviaban al extranjero, para hacer partícipes a la familia Habsburgo de los nuevos nacimientos o de como crecían sus parientes. Y por otra razón: para hacer conocer la cara y porte de las infantas en otras cortes reales para proponer posibles matrimonios, que eran la mejor garantía de las alianzas políticas. El estudio de Velázquez era pues un lugar de gran actividad, y es fácil de imaginar que los niños y los bufones frecuentaban su compañía. En especial, como veremos, la enana Maribárbola, a quien le gustaba mucho la pintura y con quien tenía una relación especial. 


Pero Velázquez era muy ambicioso. Quería hacer arte, no solamente desempeñar el oficio manual de pintor para que sus cuadros se usaran como ardid casamentero. Era consciente de que estaba cambiando la concepción de la pintura, y quería hacer de ella un ejercicio intelectual. Quería dejar su obra sembrada de enigmas para que el espectador tuviese que desentrañarlos. Por eso se representa ante el bastidor, con pincel y paleta, pensando. Porque eso era adonde quería ir. La pintura para pensar. 

Velázquez aparece con el talle negro y el rostro iluminado. Como si se situara entre lo visible y lo invisible. 

La figura de Velázquez es la de mayor tamaño de todo el lienzo. No es pues una anécdota marginal, como el supuesto autorretrato que aparece mezclado con la tropa en el cuadro de las lanzas (La rendición de Breda). Aquí aparece en primer plano, ocupando un buen espacio en la parte izquierda. Ningún otro personaje alcanza su tamaño en el lienzo. El pintor anhelaba conseguir la hidalguía, pero ni su cuna ni su oficio se lo permitían. Felipe IV consi­guió las dispensas necesarias para nom­brarle caballero de la Orden de Santiago en 1659, tres años después de pintado el cuadro. Pero le faltó tiempo para lucir la encomienda añadiendo,  a posteriori, la cruz de Santiago sobre su pecho.

La mirada de Velázquez no mira el cuadro. Tampoco mira la escena que representa. Mira directamente al espectador, con una mirada interrogante, como si le estuviera diciendo: 

- "Y tu, ¿que ves? ¿que imaginas? ¿que crees que está pasando?" 


Velázquez, pintor de pintores




No hay comentarios: