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jueves, 28 de mayo de 2015

Bañarse en la antigua Grecia






 Venus saliendo del baño
Trono Ludovisi

Mármol 
Museo Altemps, Roma


En el respaldo del Trono Ludovisi se contempla esta escena, que no debía ser extraña en el mundo antiguo. La diosa Venus (la Afrodita de los griegos) sale del baño. Dos esclavas la esperan con un lienzo para secarla y arroparla. 

Los antiguos griegos solían lavarse con agua fría del pozo cada día al despertar. También solían bañarse a veces al aire libre en el río. En la Odisea, Nausicaa y sus sirvientas acuden a bañar la ropa al río y luego se bañan ahí (Odisea, VI, 85-87), aunque en general las mujeres se bañaban al aire libre sólo con motivo de ciertas fiestas religiosas (Eleusinia, Posidonia) como un ritual de purificación. Antes de las bodas también había baños lustrales de la novia, como rituales de fecundidad. 

Cerámica ática con una escena de baño. Un efebo transporta
un caldero con agua caliente, una gran esponja y un lienzo

A finales del s. V a.C. el baño al aire libre se sustituyó por las casa de baños públicos, que aparecen citados en Las nubes, de Aristófanes (423 a.C.). También se han encontrado estructuras de baños cerca de santuarios como en Egina y en Olimpia, donde probablemente tenían una función terapéutica, vinculados a rituales de curación.  

Los baños calientes y templados eran despreciados por los laconizantes, partidarios de una vida rigurosa y parca, al estilo espartano. Consideraban que los baños calientes debilitaban y eran propios de una vida poco viril y blandengue. 


Baños helenísticos de la ciudad griega de Cirene (actual Libia) 



Los griegos solían bañarse antes de ir a cenar. Tanto es así que ver a alguien bañado y calzado con sandalias era una muestra casi segura de que lo habían invitado a cenar. En El Banquete, Sócrates aparece inusualmente limpio y con sandalias cuando es invitado a cenar a casa de Agatón. 


Grupo de mujeres dispuestas para el baño.
Staatliche Antikensammlungen, Munich. 


El ritual del baño era en sí mismo un signo de prestigio y de hospitalidad. Todo banquete griego que se preciara de ser lujoso, incluía una sesión de baño para los invitados (Odisea X, 361-364). En el salón destinado para dicho fin se los lavaba y untaba con aceites aromáticos (rosas, nardo, almendras o azafrán). En las mesas, se colocaban jarras de oro y alabastro llenas de agua aromatizada con la que los esclavos perfumaban luego a los comensales (Odisea VI, 85-87; Odisea VI, 224-227; Ilíada X, 576-578).  También era costumbre lavarse las manos antes de comer. Los esclavos presentaban a los comensales una jofaina y un aguamanil. Vertían agua sobre sus manos y luego les ofrecían una toalla para secarse (Odisea IV, 47-54). 




Historia del Baño en la Antigua Grecia:







Sto. Tomás de Villanueva y el tiñoso







Bartolomé Esteban Murillo
(1617 - 1682)

Santo Tomás de Villanueva socorriendo a los pobres
(1678) 


Óleo sobre lienzo. 283 × 188 cm
Museo de Bellas Artes, Sevilla





Hacia 1665 Murillo recibió el encargo de decorar la Iglesia de los Capuchinos de Sevilla. El pintor se dedicó a trabajar en el templo durante varios años, transformándolo en un auténtico museo. La temática de la serie estaba dedicada a la vida de Santo Tomás de Villanueva, fraile agustino y obispo. A primera vista sorprende que una iglesia de capuchinos se decore con la vida de un santo que no pertenecía a la orden. Tal vez la procedencia valenciana del santo, que también era el origen de muchos de los frailes del convento, puede explicar este hecho.
Detalle con el niño de la tiña fávica
El lienzo que presentamos hoy  fue pintado hacia 1678, para el cuarto altar del lado de la Epístola de la mencionada iglesia. En él se muestra al santo obispo rodeado de menesterosos a los que socorre con sus limosnas. Lleva la mitra y el báculo, atributos de su dignidad episcopal y ofrece una moneda a un tullido vestido de harapos que se arrodilla ante él con gesto suplicante. Otros mendigos se sitúan a los lados del caritativo santo, con la esperanza de recibir el óbolo de sus manos. 

Entre los marginados destaca la figura de un niño (a la derecha) que permanece en pie, mirando al obispo con expresión arrobada. Podemos ver en su cabeza abundantes placas alopécicas que pueden interpretarse sin duda como tiñas. Las costras redondeadas, de aspecto cretáceo permiten incluso afinar algo más el diagnóstico: se trata sin duda de una tiña favosa, causada por el hongo Trichophyton schenkii, que era muy común en aquel tiempo y que provocan la aparición de zonas tonsuradas en el cuero cabelludo. 
El cuadro constituye una de las obras más destacadas del maestro sevillano, tanto por el refinamiento en el tratamiento de las figuras como por su cuidada composición. Parece ser que Murillo estaba especialmente orgulloso de esta obra. 


Murillo, un pintor al servicio de la fe: 


miércoles, 27 de mayo de 2015

El experimento de Hunter: Sifilis y gonorrea.

John Jackson: Retrato de John Hunter, 1813


John Jackson
(1813)

John Hunter 


Óleo sobre lienzo. 141 × 109.9 cm
National Portrait Gallery, Londres




 En 1813, John Jackson pintó este retrato de John Hunter a partir de un original de Sir Joshua Reynolds, que lo había expuesto en 1786 en la Royal Academy, entidad a la que pertenecía Hunter.


John Hunter con uniforme de capitán de Marina
John Hunter (1728 - 1793) fue un famoso cirujano inglés. Ejerció primero como en cirujano militar en la Armada Británica (1760 - 1763) y posteriormente ocupó los cargos de Cirujano del St. George's Hospital (1768), cirujano del rey Jorge III de Inglaterra (1776) y cirujano general del ejército (1789). Realizó muchos estudios de anatomía. Fue un reputado naturalista e hizo interesantes aportaciones a la anatomía comparada. También se ocupó de las heridas de bala, de las inflamaciones, de las enfermedades venéreas y del desarrollo dentario. 

En su época existía una gran incidencia de enfermedades venéreas, especialmente sífilis y gonorrea. Los médicos discutían sobre si se trataba de una sola enfermedad (el llamado "mal venéreo") o por el contrario, eran diversas enfermedades. Los primeros se conocían como unicistas y los segundos, dualistas.   

John Hunter decidió entonces realizar un experimento definitivo que permitiera dilucidar la unidad o dualidad de las enfermedades venéreas. En 1767 tomó el pus de la uretra de un paciente afecto de gonococia y lo inoculó en su propia uretra. Este proceder puede resultar sorprendente en la actualidad, pero las autoinoculaciones eran una práctica corriente en aquel tiempo, y estaban muy bien vistas. Tenían cierta aureola de sacrificio, de altruismo, de caridad. Algo así como un sacerdocio laico. Pero el experimento de Hunter, además de arriesgado resultó ser muy desafortunado: la mala suerte quiso que el paciente elegido tuviera ambas enfermedades y al cabo de poco, Hunter desarrolló tanto los síntomas de la sífilis (chancro) como los de la gonorrea (supuración uretral). La conclusión a la que llegó - evidentemente errónea - fue que se trataba de una sola y única enfermedad. 



John Hunter, naturalista

El enorme prestigio que gozaba en el mundo médico en todo el mundo Hunter, hizo que la comunidad científica internacional aceptara a pies juntillas la unicidad de las enfermedades de transmisión sexual. Solamente algunas aisladas y tímidas voces discordantes, como la de Bell en Escocia (1799) osaron discrepar de esta opinión. 

El malentendido sobre el pretendido origen común del mal venéreo no llegó hasta 1812, cuando Hernández realizó un nuevo experimento - totalmente reprobable desde el punto de vista ético - inoculando la enfermedad a 17 presos del penal de Toulon, en Francia, demostrando que sífilis y gonorrea eran dos enfermedades diferentes. 

La inoculación de John Hunter supuso un error que duró casi medio siglo en corregirse. Este caso es un ejemplo de cómo un mal planteamiento de los experimentos científicos y la ausencia de posteriores comprobaciones pueden suponer un atraso considerable en el progreso  del conocimiento. 












martes, 26 de mayo de 2015

Ramsés V, el caso de viruela más antiguo





Momia de Ramsés V
(Reinó en 1147-1143 a.n.e. Dinastía XX)

Restos humanos momificados

Sala de las Momias Reales
Museo Egipcio, El Cairo 




Hacía calor en el Museo. Yo había recorrido las salas repletas de vestigios de la antigua civilización egipcia, que siempre ha ejercido en mí una poderosa fascinación. No era la primera vez que visitaba el Museo Egipcio del Cairo, tan grande, tan rico y también tan destartalado. Así que había visitado ya las principales reliquias del pasado. Pero nunca había entrado en la sala de las momias. 

La primera vez que visité Egipto, las momias reales no se exhibían, ya que se consideraban los restos de los Jefes de Estado del país y se tenía un recato que es inexistente en los museos occidentales, como en el British Museum, por citar alguno. Las momias ejercen un interés morboso en los turistas occidentales, que generalmente están más interesados en ver este tipo de restos que en muchas otras piezas, probablemente de mayor transcendencia e interés histórico. Como os digo, la primera vez que visité el Museo Egipcio, la exhibición de restos humanos estaba vedada para el gran público. Las otras veces que había visitado el museo, la premura de tiempo o mis preferencias histórico-artísticas hicieron que dedicara mi atención a otras salas. 





Así que nunca había visitado la sala de las momias de los faraones. Entré con una mezcla de reverencia y curiosidad, guiado por un interés primordial: contemplar la momia de Ramsés V (o Ramesses, como sería más ortodoxo decir, según me remacha frecuentemente mi amigo, el egiptólogo Prof. Cervelló). Mi interés estribaba en una razón médica: la momia de Ramesses V presenta en su piel las trazas de haber padecido la viruela. La enfermedad que lo acabó llevando a su suntuosa tumba en el Valle de los Reyes. 




Las momias reales yacían alineadas en dos grandes hileras de vitrinas. No estaban todas, naturalmente (el Museo Egipcio dispone de cientos de ellas), sino una selección escogida, que me comentaron que tenía una cierta rotación.
  
Pero efectivamente allí estaba Ramesses V, el Horus viviente, Toro Poderoso, Rey del Alto y del Bajo Egipto, Hijo de Ra. El cuarto faraón de la XX Dinastía, que rigió los destinos del país entre 1147 y 1143 a.n.e. Su momia reposaba cerca de una momia de una princesa con la cara deformada y la mano en posición de garra cubital. Sin detenerme, le eché un rápido vistazo. Podría tratarse de un caso de lepra, pensé para mí. Pero la emoción de estar cerca de la momia del faraón me atrajo de forma irresistible y olvidé pronto a la princesa de la mano en garra. 


Me acerqué a la cara de Ramesses. Su rostro se presentaba impasible, sereno, majestuoso. En la piel de la cara se podían ver con facilidad lesiones redondeadas, de 1-5 mm aproximadamente, probablemente vesiculosas, de cierta uniformidad. La erupción era particularmente visible en la cara, en el cuello y en los brazos. En cambio, no se observaban vesículas en tórax ni en la parte superior del abdomen.  


La momia había sido descubierta en 1898 en el escondrijo real KV35, más de 3000 años después de su sepelio en 1157 a.n.e. Sus restos estaban destinados a reposar en la tumba KV9 en el Valle de los Reyes, pero este hipogeo fue usurpado por su tío y sucesor Ramesses VI. Hasta podría ser que hubiera urdido un control para destronarlo. Tal vez la súbita aparición de la viruela hizo innecesario el complot. Porque el examen inicial de la momia pronto habían evidenciado las señales de una enfermedad cutánea parecida a la viruela. Según el Dr. C.W. Dixon 
"Ramsés había muerto de una enfermedad aguda a los 40 años de edad" 

En 1910 Ruffer y Ferguson habían diagnosticado ya viruela en otra momia, y encontraron que las lesiones eran idénticas en el examen de la momia de Ramsés V. Posteriormente se han realizado diversos estudios con el microscopio electrónico en momias egipcias, que han suministrado valiosos datos paleopatológicos. En 1989, un permiso especial del presidente Anuar El Sadat autorizó a un equipo, encabezado por el Dr. Donald R. Hopkins a comprobar si las lesiones de la piel de Ramesses V eran propiamente de viruela. Pero se trataba de una de las momias mejor conservadas y no se permitió tomar una muestra directamente de la piel de la momia, sino solamente analizar los fragmentos de piel que habían quedado adheridos al vendaje. Por este motivo no pudieron detectarse virus, pero los datos histológicos que arrojó su estudio, parecen demostrar que efectivamente la enfermedad que afectó al faraón fue la viruela. El primer caso conocido de una enfermedad que oficialmente se erradicó del planeta en 1977.


Momias egipcias: 






lunes, 25 de mayo de 2015

Mesarse las barbas


Grupo de personajes manifestando su duelo. Plafones de la tumba del caballero Sancho Saiz Carrillo. MNAC.  




Plafones del sepulcro del caballero Sancho Saiz Carrillo  
(1262-1286 circa)

Procedente de S. Andrés de Mahamud
MNAC, Barcelona  




Estos plafones góticos del sepulcro de Sancho Saiz Carrillo presentan un gran interés. En ellos pueden verse representados un séquito de duelo con caballeros, damas y plañideras exteriorizando su dolor por la muerte de  un caballero.  

En la Edad Media, el dolor por la muerte de algún próximo se exteriorizaba mesándose los cabellos o las barbas.  En este punto hemos de precisar el significado de la palabra mesar, ya que en la actualidad muchos lo usan como sinónimo de acariciar o juguetear con el pelo. Veamos que dice el diccionario al respecto: 


Mesar (Del lat. vulg. messāre, der. de metĕre, segar, cercenar).1. tr. Arrancar los cabellos o barbas con las manos. U. m. c. prnl.

Plañidera tirándose de los cabellos.
Sepulcro del obispo Berenguer de Anglesola.
Catedral de Girona 
Por lo tanto, la señal de luto consistía en agarrarse fuerte de los pelos (de la cabeza o de la barba) dándose tirones y arrancándose mechones. Algo así como lo de "tirarse de los pelos". Algunos también se rascaban o se infligían golpes o heridas. Así lo vemos en una disposición de las Cortes de Castilla, a mediados del s. XIII: 





«Manda que ningún cavallero non llanga nin se rasque sinon fuere por señor, e que ninguno non traya pannos de duelo por otro sinon fuere un par, sinon por señor o mugier por su marido que lo traya quanto quisiere» (Cortes de León y Castilla, 1258, 1.25) 


También encontramos testimonio de esta práctica en la literatura. En el Calila e Dimna encontramos: 


«Et después entró, et falló al niño bivo et sano et al culebro muerto et despedaçado, et entendió que lo avía muerto el can. Començóse a mesar, et a llorar, et a carpirse, et a dezir: —¡Mandase Dios que este niño non fuese nasçido, et yo non oviese fecho este pecado et esta traiçión!»
Detalle del sarcófago del caballero Sancho Sáinz Carrillo MNAC, Barcelona



No sólo se mesaban el cabello sino que los varones también se mesaban la barba. En Cuento muy fermoso de Otes de Roma (s. XIV) hallamos: 

«E veýa alos grandes omes dela tierra carpir sus fazes e mesar sus barvas. E ante las andas traýan el buen cavallo Bondifer. Entonçe entendió el su mortal dapño e el su pesar».

La costumbre debía perdurar mucho tiempo, ya que la hallamos también en la Historia verdadera de la conquista de Nueva España (1575): 

«[…] pocos días habían le habían traído nuevas de que el adelantado, su marido, le habían muerto […], y como le trajeron tan tristes nuevas, ella se mesó los cabellos y lloró mucho y se rasguñó su cara y por más sentimiento mandó que todas las paredes de su casa se parasen negras con una tinta y betún negro».

La costumbre de mesarse la barba o el cabello también se practicaba en las despedidas largas, antes de viajes peligrosos, como cuando algún caballero partía a las Cruzadas.

El diccionario recoge también en la actualidad, como segunda acepción que mesarse puede ser sinónimo de atusar o alisar el pelo. Pero la acepción histórica, que ha dado lugar a iconografías como la que mostramos hoy, nos explica las costumbres de los funerales de antaño.  

domingo, 24 de mayo de 2015

Luis I: Un breve reinado truncado por la viruela





Michel-Ange Houasse

Luis, Príncipe de Asturias
(1717)   


Óleo sobre lienzo. 
Museo del Prado, Madrid 



El reinado de Luis I fué el más corto de la historia de la monarquía hispánica. El joven rey, de 17 años, murió a causa de la viruela a los 7 meses de su reinado.


Felipe V, colgado boca abajo en señal de 
oprobio tal como está colocado en el 
Museu de l'Almodí, Xàtiva.

La ciudad maldice así la memoria del rey        

que ordenó incendiarla como castigo 
durante la Guerra de Sucesión
Su padre, el rey Felipe V, había abdicado de forma inesperada de la corona en su favor. Tal decisión había sorprendido mucho en las Cortes Europeas, ya que no hacía demasiado tiempo que había terminado la sangrienta Guerra de Sucesión, tras la que había conseguido ceñir la corona, imponiendo duras condiciones en el Decreto de Nueva Planta, por el que se abolían las leyes de todos los territorios que se habían opuesto a sus pretensiones e implantando un régimen centralista por la fuerza. Las únicas razones por las que Felipe V optó por la abdicación eran su posible aspiración a suceder al rey francés Luis XV (los tratados vigentes no permitían ser rey de Francia y de España al mismo tiempo) o las graves crisis depresivas que le afligían. 

Luis era el primogénito de Felipe V con su primera esposa M. Luisa Gabriela de Saboya, muerta prematuramente de escrófulas (tuberculosis cutáneo-ganglionar). Esta es la descripción de Luis, todavía príncipe de Asturias, por el duque de Saint-Simon:  
"El príncipe de Asturias parece una pintura: alto, delgado, endeble, delicado, pero sano. Es rubio, tiene bonitos cabellos, el rostro feo..."

Miguel Jacinto Meléndez de Ribera: 
Retrato de Luis I. (1724)
Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo. 
El reinado de Luis I, además de breve fue intranscendente. Luis instaló su corte en Madrid, mientras que el rey abdicado Felipe se retiró al Palacio de la Granja de S. Ildefonso, desde donde continuaba gobernando de facto bajo la notoria influencia de su segunda esposa Isabel de Farnesio, que guiaba todas sus decisiones. 

Luis I se había casado con Luisa Isabel de Orleans, una muchacha que a pesar de su rango tenía una manifiesta falta de educación. El embajador Saint Simon que la trajo a Madrid expresó su descontento ante el comportamiento nada tímido de su tutelada: 
«No puede disimular su carencia de educación. Altiva con sus damas, abusa de la bondad de los reyes (...) es desatenta con todo el mundo y caprichosa». 

Como exigía el protocolo, Saint Simon fue a despedirse de ella antes de regresar a Francia, y relató así este momento: 


«Estaba Luisa Isabel bajo un dosel, en pie, las damas a un lado, los Grandes al otro. Hice mis tres reverencias y después mi cumplido. Me callé luego, pero en vano porque no me respondió ni media palabra. Tras el embarazoso silencio, quise darle tema para contestarme y le pregunté si algo deseaba para el rey, para la infanta y para madame, el duque y la duquesa de Orleans. Me miró y soltó un eructo estentóreo. Mi sorpresa fue tan grande que quedé confundido. Un segundo eructo estalló tan ruidoso como el primero, perdí la serenidad y no pude contener la risa; y mirando a derecha e izquierda vi que todos tenían la mano sobre la boca y que aguantaban la risa. Finalmente, un tercer eructo, más fuerte aun que los dos primeros, descompuso a todos los presentes y a mí me puso en fuga con cuantos me acompañaban, con carcajadas tanto mayores cuando que forzaron las barreras que cada uno había intentado oponerles. Toda la gravedad española quedó desconcertada; todo se desordenó, nada de reverencias: cada uno torciéndose de risa salió corriendo como pudo, sin que la princesa perdiera un átomo de seriedad».
Por todo ello, no es de extrañar que la reina no fuera popular, a causa de sus transtornos psíquicos, entre los que podemos adivinar una conducta anoréxica. En público no probaba bocado mientras que en privado comía compulsivamente. También bebía de forma inmoderada. Además, no se lavaba ni tenía la menor higiene personal, rehusaba llevar ropa interior y algunas veces se desnudaba en público o mostraba partes íntimas de su cuerpo sin el menor recato. Su conducta exhibicionista era notoria. En varias ocasiones fue sorprendida desnuda realizando juegos sexuales con algunas de sus doncellas. El rey Luis I por su parte frecuentaba los prostíbulos de la Villa y también mostraba una conducta de ambivalencia sexual con muchos de sus criados. La vida sexual en común de los reyes parece ser que fue inexistente y no tuvieron hijos.





















Retratos de Luis I y de Luisa Isabel de Orléans (1724) 
pintados por Jean Ranc (1724) Museo del Prado, Madrid


A los pocos meses de su reinado el joven rey contrajo la viruela, enfermedad que era tan grave como frecuente en aquel tiempo. Las epidemias de viruela hacían estragos. A pesar de sus diferencias, Luisa Isabel lo cuidó personalmente llegando a contraer la enfermedad, si bien la reina pudo superar la enfermedad y sobrevivió.  En cambio, el joven monarca falleció a causa del mal, a tan sólo 7 meses de su subida al trono.  Así que un virus fue el que terminó con tan breve reinado. 

Aunque no faltan quienes atribuyen la muerte del rey a la sífilis, lo que no sería de extrañar si tenemos en cuenta su afición a frecuentar burdeles. Además, en francés la sífilis se conoce también como vérole, por lo que no sería extraño que se hubiera usado como eufemismo para encubrir la naturaleza del mal. 

Tras la muerte de Luis, el rey emérito Felipe V volvió a reinar (por las intensas presiones de su segunda esposa, Isabel de Farnesio) hasta su muerte, siendo sucedido por otro de sus hijos, Fernando VI. Otro de los hijos de Felipe V e Isabel de Farnesio reinaría más tarde con el nombre de Carlos III. 



José de Torres: Requiem a Luis I (1724) ~
Introitus: Requiem aeternam: